Han transcurrido en los últimos días las audiencias públicas sobre el ataque de la turba ultraderechista que asaltó al Congreso de Estados Unidos el 6 de enero del 2021. Los hechos presentados nos ayudan a recordar cómo Donald Trump se esforzó por anular los resultados de las elecciones presidenciales del 2020, algo que rebasó con creces las normas que durante tanto tiempo han regido en la política burguesa de Estados Unidos.
Por esa razón publicamos nuevamente el artículo inaugural de World-Outlook, que apareció ese fatídico enero y que describe lo que esos eventos pusieron en juego para el pueblo trabajador. Ahora que existe Panorama-Mundial, podemos también publicar la versión en español por la primera ves. A pesar de todo lo transcurrido desde entonces, el análisis presentado en este artículo resiste en gran medida la prueba del tiempo.
El artículo brega con temas que trascienden los detalles históricos de lo acontecido. Es muy probable que Trump vuelva a postularse para presidente en el 2024. Su acusación infundada y con pinta de conspiración de que le fueron “robadas” las elecciones del 2020 sigue ejerciendo mucha influencia entre la base del Partido Republicano y los funcionarios republicanos a nivel federal, estatal y local. Trump sigue siendo el líder más influyente del Partido Republicano.
Es igualmente posible que, tanto en el 2022 como en el 2024 — aunque no sea Trump el candidato presidencial del partido republicano — los derechistas vuelvan a desafiar los resultados de las elecciones si no les agradan los resultados.
Lo que sí ha quedado bien claro durante el año y medio desde entonces es que Trump ha esgrimido con mucho éxito la técnica de la “gran mentira” para seguir insistiendo que le “robaron” las elecciones del 2020. Muchos políticos conservadores y las grandes empresas que los respaldan han aceptado y promovido esa mentira, y muchos otros no se arriesgan a desafiarlo públicamente. Lo que esto significa es que estas fuerzas y sus voceros están dispuestos a aceptar la trayectoria de Trump. Como posible solución a las crisis del capitalismo tardío que están empeorando bajo la administración Biden, podrían estar dispuestos, inclusive, a usar artimañas y a valerse de la fuerza para cambiar el resultado de una elección, dejando a un lado el “estado de derecho”.
El Partido Demócrata tiene sus propias razones para organizar estas audiencias públicas. Quiere usarlas, principalmente, para tratar de apuntalar sus perspectivas cada vez más pobres en las elecciones interinas del 2022.
Lo más importante para el pueblo trabajador es lo que ocurrió el año 2020 después de las elecciones. Hay que empezar por reconocer el hecho de la “gran mentira” y los extremos a los cuales los que la promueven estaban dispuestos a llegar para “revertirla”.
Gran parte de los grandes medios de comunicación han hecho comparaciones entre estas audiencias del 6 de enero en la Cámara de Representantes y las audiencias sobre Watergate que se realizaron hace casi medio siglo.
Watergate llevó a la renuncia del entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon. Más convincente que cualquier similitud es una diferencia clave: en ese entonces la clase dominante se unió para lidiar con el escándalo de Watergate, que dejaba al descubierto cómo se vale del poder ejecutivo y de las instituciones federales para gobernar. Afirmaba — falsamente — que Nixon representaba una excepción en ese sentido. Prometió llevar a cabo una “limpia” del gobierno.
Esa unidad hoy no existe. Trump goza de un estatus y de una popularidad que en nada se asemeja a la deshonra que sufrió Nixon al dejar la Casa Blanca. En estados Unidos decenas de millones de personas ven a Trump como líder por las razones que explica el artículo a continuación.
El Partido Demócrata no ofrece ninguna trayectoria que beneficie a los trabajadores, mientras los efectos de dos años de pandemia, una inflación desbocada y más causan estragos en nuestras vidas.
Como explicó World-Outlook hace 18 meses: “El Partido Demócrata y sus voceros entre los altos funcionarios sindicales van a señalar el creciente peligro de una derecha cada vez más extrema en la política capitalista, para persuadir a los trabajadores de que respalden al menor de los dos males, el concepto básico del sistema bipartidista. Políticamente eso sigue siendo un callejón sin salida. El apoyo que Trump ha podido ganar entre los trabajadores se debe en gran parte al fracaso del liberalismo burgués, que es incapaz de remediar el deterioro de las condiciones económicas y sociales de la mayoría. La única forma de salir de este aprieto es la resistencia de la clase trabajadora a los ataques de los empleadores, la trayectoria de acción política por la clase trabajadora pero independiente de los demócratas y los republicanos”.
Debido a la extensión del artículo de enero del 2021, lo publicamos en dos partes. La segunda parte aparece a continuación.
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(Esta es la segunda de dos partes. La primera puede encontrarse aquí.)
El radicalismo, el bonapartismo y las consecuencias de las elecciones estadounidenses de 2020 (Segunda parte)
Por Geoff Mirelowitz, Argiris Malapanis y Francisco Picado
13 de enero del 2021 — El espectro del bonapartismo mostró su lado obscuro en la campaña electoral para la presidencia de Estados Unidos en 1992. En esa ocasión tomó la forma de Ross Perot — un hombre de negocios extremadamente rico — quien dejó a un lado a los dos partidos establecidos y dirigió una de las campañas más exitosas en la historia reciente de Estados Unidos. Denunciando las políticas y a los políticos de los partidos Demócrata y Republicano, él se presentó ante todos aquellos hartos de las condiciones económicas, sociales y políticas de Estados Unidos en ese momento diciendo: “Soy Ross, tú eres el jefe”.
ANÁLISIS DE NOTICIAS
Perot ganó el 19% de los votos postulándose contra Bill Clinton, el demócrata que resultó electo, y contra George H.W. Bush, el republicano que buscaba ser reelecto, superando las predicciones de todas las encuestas preelectorales. Perot mintió descaradamente, dio vuelo a fantasías de conspiración y explicó su admiración por los Navy Seals y otras fuerzas especiales del ejército estadounidense, mientras rechazaba la protección del Servicio Secreto, en el que dijo no confiar.
Perot se esfumó de la escena nacional, pero los ecos de su popularidad aparecieron más tarde en la década de 1990, cuando Jesse Ventura, un conocido luchador profesional, volvió a sorprender a muchos cuando ganó las elecciones para gobernador en Minnesota. Aunque tuvo más éxito que Perot y salió electo, Ventura también fue olvidado.
Los hechos aquí descritos apuntan al inicio de una crisis en el sistema capitalista de dos partidos, que durante tanto tiempo ha ejercido un dominio absoluto sobre la política electoral de Estados Unidos. La clase de los grandes propietarios se ha valido de los dos partidos, el Demócrata y el Republicano, para absorber toda disidencia, para conciliar a las clases bajas y para negarle a la clase trabajadora la oportunidad de tener una voz política independiente. La mera posibilidad de su ruptura, que salió a la luz en las elecciones de 1992, tiene su raíz en el hecho de que, a partir de la década de 1970, al terminar el auge posterior a la Segunda Guerra Mundial, ninguno de los dos partidos fue capaz de ofrecer sino ataques cada vez más agudos contra los trabajadores. Durante los siguientes 40 años las administraciones de ambos partidos mantuvieron y recrudecieron esta trayectoria.
Desde el comienzo de lo relatado anteriormente, la clase obrera y nuestras principales organizaciones, los sindicatos, han estado a la defensiva. Nunca ha sido más débil el movimiento obrero organizado. Mientras el pueblo trabajador se enfrenta a una miseria cada vez mayor los sindicatos son, en su mayor parte, dóciles e impotentes, con un liderazgo ineficaz que está atado al Partido Demócrata,
Sin embargo, a pesar de los sismos políticos de la década de 1990 y de los años subsiguientes, la configuración bipartidista se ha mantenido lo suficientemente resistente y ha podido contener, hasta ahora, la mayor parte de la insatisfacción y el descontento. Entre los liberales—inclusive muchos trabajadores que aún se autodefinen de esa manera—y lo que queda de “la izquierda” en la política liberal y radical, fue unánime y prácticamente universal el apoyo a Biden el año pasado. Los que defienden la acción política independiente de la clase trabajadora siguen siendo una pequeña minoría.
Entre los conservadores, y en la política de derecha, no hubo ningún desafío al esfuerzo de Trump por reelegirse. A pesar de su derrota electoral, los resultados de la votación mostraron que el apoyo que Trump tenía en el 2016 se amplió y creció. Inclusive logró ganar márgenes ligeramente más altos entre los latinos y otros votantes de todos los colores de piel en comparación con el voto de hace cuatro años. Biden, quien se postula como Demócrata, confió en el respaldo abrumador entre los afroamericanos desde las elecciones primarias hasta las generales. Sin embargo, también allí Trump parecía haber ganado fuerza, aunque modestamente.
Fracaso del liberalismo burgués
Este es el resultado de décadas de fracaso del liberalismo burgués, representado por el historial del Partido Demócrata. Es lo que nos demuestra la experiencia de millones de trabajadores — de todos los colores de piel — durante el mandato de 8 años de Bill Clinton en la década de 1990 y el de Barack Obama del 2009 al 2017.
Las guerras y las intervenciones imperialistas en el Medio Oriente y el resto del mundo para proteger las ganancias de las grandes empresas también fueron libradas y respaldadas por los demócratas.

El desempleo, el subempleo (los millones que hacen malabares con dos o más empleos, mal pagados, a tiempo parcial, y obligados a hacerlo por la pérdida de empleos en la industria debido a la automatización y la subcontratación en el extranjero), los bajos salarios (el salario mínimo federal ha sido de $7.25 la hora durante más de una década), la vivienda inadecuada (desde el 2006 el número de personas que son dueños de sus viviendas ha disminuido en todos los ámbitos, pero las tasas entre los afroamericanos ha disminuido a niveles no vistos desde antes del año 1968, cuando se aprobó la Ley de Equidad en la Vivienda), un sistema educativo fallido, más deportaciones que en cualquier otro momento en la historia de Estados Unidos (con los demócratas a menudo los más acérrimos en ese renglón) y una atención médica completamente inadecuada (puesta en relieve por las muy modestas reformas de la “Ley de Cuidado de Salud Asequible” de Obama) han seguido afligiendo a los trabajadores sin importar quién haya ocupado la Casa Blanca.
Y, como señaló a menudo el líder revolucionario Malcolm X, a los negros siempre les toca un infierno más infernal. Es una realidad que también enfrentan muchos puertorriqueños, chicanos y miembros de las tribus indígenas, así como los mexicanos y otros inmigrantes de América Latina y del resto del mundo semicolonial.
Cuando Trump anunció su candidatura en el 2015, se hizo eco de algunos de los mensajes de Perot. Si fuera elegido, acabaría con la parálisis en Washington. De hecho, haría más; extirparía a los “intereses especiales” del poder y restauraría la “grandeza” de Estados Unidos. Trump le agregó un toque a su demagogia, enfocándose inicialmente en los inmigrantes. “Cuando México envía a su gente”, dijo, “no están enviando a los mejores. No te están enviando…. Están enviando a gente que tiene muchos problemas, y nos están trayendo esos problemas. Están trayendo drogas. Están trayendo crimen. Son violadores. Y algunos, supongo, son buenas personas”.
Durante sus cuatro años en el cargo, Trump fue más lejos todavía. A menudo estuvo a punto de justificar abiertamente los ataques racistas. Uno de los ejemplos más atroces fue su reacción al asalto por supremacistas blancos en Charlottesville, Virginia, el 12 de agosto de 2017. Ese día, los ultraderechistas organizaron allí una manifestación para “Unir a la derecha”. Los contramanifestantes se habían reunido cerca en un mítin pacífico. Un joven de 20 años, James Alex Fields, que defendía puntos de vista neonazis y asistía a la manifestación de derecha, condujo su automóvil contra la multitud de contramanifestantes, matando a una joven, Heather Heyer, e hiriendo a otras 19 personas. Fields fue declarado culpable de asesinato en primer grado y sentenciado a cadena perpetua.
Después de este acto atroz, Trump condenó inicialmente “la intolerancia y la violencia por todos los bandos”, lo que provocó críticas generalizadas, incluso de algunos políticos republicanos que reconocieron su tono evasivo. Bajo presión, después trató de retractar esos comentarios, afirmando que “los supremacistas blancos y otros grupos de odio … son repugnantes a todo lo que apreciamos como estadounidenses”. Sin embargo, eso no duró mucho. Un día después, Trump pareció culpar por igual a los nacionalistas blancos y a los que se manifestaron en contra, declarando: “Había gente muy mala en ese grupo, pero también había gente que eran muy buenas personas, de ambos bandos”.
Ese tipo de comportamiento alentaba constantemente a los partidarios más reaccionarios de Trump. Un ejemplo peligroso tuvo lugar en Los Ángeles el mismo día en que la turba derechista atacó el Capitolio de Estados Unidos. Apareció en informes de Los Angeles Times, del Washington Post y de otros medios de comunicación.
“Mientras Berlinda Nibo caminaba a casa el miércoles [6 de enero], fue acosada por una multitud de partidarios de Trump que se habían reunido en el centro de Los Ángeles”, informó el Post en un relato escalofriante. “Nibo, quien es negra, dijo que el grupo comenzó a acosarla cuando pasó. ‘Me están gritando por mi color, acosándome con la palabra n, con la palabra b,[1] diciendo: ‘Todas las vidas importan. Las vidas negras no importan’, dijo Nibo, de 25 años, a KCAL, la filial de la cadena CBS en Los Ángeles. Cuando respondió, Nibo dijo que la multitud de varias docenas la persiguió. Momentos después, Nibo se encontró en medio de manifestantes partidarios de Trump, mientras la empujaban, la golpeaban, le arrebataban la peluca de la cabeza y, en determinado momento, la rociaron con gas pimienta, dijo. Nibo dijo estar convencida de que la multitud la hubiera tratado de matar si no hubiera sido por un hombre que intervino para protegerla antes de que se la llevaran”.

A diferencia de Perot, quien en 1992 no tenía posibilidad alguna de ganar la nominación de ninguno de los dos partidos capitalistas y no intentó hacerlo, Trump tomó una trayectoria diferente. Desde el principio, Perot se postuló como un “independiente”. Ni él, ni Patrick Buchanan, un fascista incipiente que compitió contra George H.W. Bush en las primarias republicanas, pudieron haber derrotado en ese entonces a un presidente en funciones dentro del Partido Republicano. La crisis capitalista, aunque ya era evidente, no había llegado a una etapa en la que opciones de esa índole fueran consideradas seriamente por las élites gobernantes.
Más de 20 años después, Trump hizo lo contrario. Se presentó como candidato en las primarias republicanas. Inicialmente ignorado o descartado por la mayoría de los voceros — así como por otros políticos más establecidos — él pudo ganar victorias en las elecciones primarias que empujaron a un “favorito” tras otro a abandonar la carrera mientras él se burlaba de ellos. A la hora de la convención nacional del Partido Republicano, su nominación ya era una cuestión resuelta. Esa reunión se convirtió en la convención de Trump, y el Partido Republicano se convirtió en el partido de Trump. Él no toleró desafíos a su autoridad, y no perdió tiempo en atacar públicamente a cualquier líder republicano que no entraba en cintura.
El refrán “Soy Ross, y tú eres el jefe” de Perot se transformó esencialmente en: “Soy Trump, yo soy el jefe”. El jefe que “hará que Estados Unidos vuelva a ser grandioso”.
Esto dio lugar a una situación nueva e inusual. Trump era el líder indiscutible del Partido Republicano, pero no era del todo del Partido Republicano.
Los eventos posteriores a las elecciones del año 2020 señalan una nueva etapa en la política de Estados Unidos, una con raíces en el pasado y con nuevos peligros.
¿Qué nos depara el futuro?
El desenlace de las elecciones ya quedó resuelto, pero no hay duda de que el peligro del bonapartismo sigue vigente. No es muy probable que el propio Trump desaparezca de la escena política. Más bien ha delineado una nueva posición. Si bien su partida de la Casa Blanca está programada para el 20 de enero, continúa presentándose como el “hombre del destino”, a quien le ha sido arrebatado su “lugar legítimo” por un fraude enorme y por una conspiración contra él que el Congreso, los tribunales, e incluso el Departamento de Justicia de su propia administración se han negado a impedir.
Una vez que él esté fuera de la Casa Blanca y no forme parte alguna del Washington oficial, Trump tendrá la libertad de condenar a todas las ramas del gobierno. Las va a poder atacar por ser un “pantano”, por permitir el “fraude”, la “conspiración” y la “cacería de brujas” contra el único líder que puede salvar a la nación. Cualesquiera que sean sus planes futuros, la postura política de Trump y lo que haga en el futuro van a exacerbar la crisis en el seno de ambos partidos capitalistas y del sistema bipartidista. Incluso si su popularidad se desvanece, otros demagogos pueden dar un paso adelante y tratar de desempeñar un papel similar.
A pesar de las promesas de Biden y su compañera de fórmula Harris, es poco probable que la nueva administración pueda frenar el declive en el nivel de vida de los trabajadores o las amenazas a las libertades civiles y los derechos políticos, incluso si algunas de sus políticas buscan mejorar estas condiciones. El Partido Demócrata sigue siendo un ardiente defensor del sistema responsable de la crisis.
Esto inevitablemente va a aportar un grano de arena al molino de Trump y sus partidarios. El teatro que ha armado con respecto al reciente proyecto de ley bipartidista para “aliviar” los efectos de la pandemia, que su propio secretario del Tesoro ayudó a negociar pero que Trump no empezó a atacar hasta después de que el Congreso lo aprobara, es un ejemplo del aspecto que esto puede tomar. Destaca el singular estatus que Trump ha podido reclamar para sí mismo. A pesar de su derrota electoral es visto todavía como un líder central del Partido Republicano. Pero también alega estar por encima de él, por encima del “pantano”, incluso por encima del “nido de víboras” en el Congreso, por encima de los tribunales federales que lo defraudaron al negarse a exponer y revertir el “fraude electoral”.
Las consecuencias de su esfuerzo fallido por mantenerse en el poder, a pesar de su derrota en las urnas, ya ha alterado la posición de Trump en el Partido Republicano, como lo indican las renuncias en su gabinete y entre sus asesores después del 6 de enero, pero también puede hacerlo más popular entre sus más ardientes partidarios.
La popularidad de Trump no emana de su papel como el principal jefe republicano. Más bien se basa en que millones lo ven como alguien que mantiene su independencia del “sistema”. Esa es una ilusión, pero no por ser falsa es menos poderosa.
De esta manera Trump, o alguien como él usando su lista de maniobras, puede proyectarse como la futura solución a una crisis cada vez más aguda que ninguno de los dos partidos capitalistas puede resolver. Esta es la orientación política clásica de un bonapartista que aspira a dictador, como Novack explicó tan astutamente: “El régimen bonapartista hace gran alarde de su independencia total de los intereses especiales. Su cabecilla invariablemente afirma estar por encima de las facciones en pugna en el partido, las que han gobernado mal a la nación y la han llevado al borde de la ruina, lo que providencialmente él va a impedir justo a tiempo. Él se postula como el guardián ungido de los valores eternos, el verdadero espíritu del pueblo, que ha sido víctima de camarillas egoístas siempre en pugna o ha sido amenazado por malhechores foráneos y subversivos”.
Pero las aspiraciones bonapartistas no son suficientes. Para poder hacerlas realidad es menester ganarse el apoyo sustancial de la clase dominante, algo que Trump no tiene. “En realidad el ‘hombre de hierro’ tiene que defender los intereses sociales de los magnates del capital, atenuando los conflictos de clase que hicieron posible su despotismo”, como dijo Novack. “Aunque la gran burguesía puede maldecir el alto precio del experimento bonapartista, prefiere pagar para evitar que le suceda algo peor”.
Hasta ahora no hay indicios de que una sección lo suficientemente amplia y audaz entre los capitalistas gobernantes haya decidido pagar ese precio. Sin embargo, ahora hay pruebas de que sí han considerado esa posibilidad. También hay que señalar un último punto planteado por Novack: “En la era del imperialismo las diversas formas de gobierno antidemocrático no están separadas por particiones infranqueables. Las líneas de demarcación entre ellos a menudo son borrosas y una forma puede, en el transcurso del tiempo, convertirse en otra”.

Los acontecimientos que se avecinan — y entre ellos, sobre todo, la forma y el ritmo que puedan tomar las nuevas formas de resistencia de la clase obrera y sus aliados, entre los oprimidos y explotados — son los que van a decidir el futuro.
(Esta era la segunda de dos partes. La primera puede encontrarse aquí.)
NOTAS
[1] “La palabra n” se refiere al término racista y despectivo en inglés nigger. “La palabra b” se refiere al término despectivo en inglés bitch, o perra.
Categories: Política en Estados Unidos