Política Mundial

Afganistán: La seña más reciente de la decadencia del imperialismo estadounidense (I)

El pueblo afgano enfrenta nueva devastación tras la toma del poder por los talibanes


Este es la primera de dos partes. La segunda puede encontrarse aquí.


Por Argiris Malapanis

31 de agosto del 2021 — La retirada caótica de las tropas estadounidenses y fuerzas aliadas de Afganistán, con consecuencias mortales para muchos afganos y algunas tropas estadounidenses, es otro indicio del declive del imperialismo1 estadounidense. Si bien Washington sigue siendo la principal potencia militar del mundo, su dominio y su influencia están en disminución.


ANÁLISIS NOTICIOSO


Después de lanzar más de 58,000 bombas y provocar decenas de miles de bajas civiles, las fuerzas estadounidenses han puesto fin a su ocupación de 20 años de este país de Asia Central, la guerra más larga de Estados Unidos. Se marchan fracasados en su intento de establecer un régimen capitalista leal y estable que hubiese podido ayudar a asegurar que el país no vuelva a convertirse en base para nuevos ataques contra objetivos estadounidenses.

Los políticos estadounidenses y sus aliados internacionales afirman que gastaron billones para llevar la democracia a Afganistán y “construir una nación”. Pero Washington no realizó ningún cambio fundamental en las relaciones económicas y sociales subyacentes del país, uno de los más subdesarrollados del mundo. Las condiciones semifeudales y las pugnas entre terratenientes, prestamistas, comerciantes, contrabandistas de opio y otros pilares del antiguo orden social han prevalecido en Afganistán hasta la actualidad.

Pero este revés para el imperio estadounidense no significa un avance para la mayoría de los afganos. La repentina victoria de los talibanes probablemente será acompañada de una nueva devastación para los 39 millones de habitantes de Afganistán, la mayoría empobrecidos. La brutalidad y el despotismo marcaron el anterior régimen talibán de 1996 a 2001. Este grupo reaccionario se valió de amputaciones, lapidaciones, decapitaciones públicas y otras ejecuciones como métodos típicos de control. Prohibieron trabajar a la mayoría de las mujeres, al igual prohibieron la educación para niñas. Alentaban el “rapto de niñas como esposas” que en realidad eran secuestros, violaciones sexuales y su uso como esclavas sexuales de niñas y mujeres jóvenes.

Los aterradores recuerdos de esa media década, así como el temor a represalias contra colaboradores del régimen de ocupación, causaron que aproximadamente un cuarto de millón de afganos, el 80% de ellos niñas y mujeres, huyeran del país este año ante el avance de los talibanes cuando el gobierno de Estados Unidos dejó bien claro que iba a retirar sus tropas.

Largándose en secreto a media noche

El presidente Joe Biden anunció el 13 de abril que retiraría todas las fuerzas estadounidenses antes del 11 de septiembre, cumpliendo con un acuerdo que su predecesor, Donald Trump, firmó con los talibanes en el 2020 para retirarse este año. El 5 de julio las fuerzas estadounidenses abandonaron el aeródromo de Bagram, su principal base de operaciones durante casi 20 años, cortando la electricidad y marchándose a media noche sin informar siquiera al nuevo comandante afgano de la base aérea.

Con el control de la mayor parte del país los talibanes intensificaron su ofensiva. El ejército afgano se desvaneció cuando el ejército de Estados Unidos y su apoyo aéreo desaparecieron. El presidente afgano, Ashraf Ghani, huyó en secreto del país cuando los comandantes talibanes entraron en Kabul el 15 de agosto y declararon el nuevo “Emirato Islámico de Afganistán”, el mismo nombre que usaron cuando gobernaron el país en la década de 1990.

Biden envió 6 mil soldados de regreso al aeropuerto de Kabul para evacuar al personal estadounidense restante y a los afganos que habían cooperado con la ocupación estadounidense. Miles de afganos colmaron el aeropuerto y su pista de aterrizaje, tratando desesperadamente de huir del dominio de los talibanes. Algunos se aferraron a los aviones militares que partían, perdiendo así la vida.

Miles de afganos asediaron el aeropuerto de Kabul el 16 de agosto de 2021, tratando de huir del país después de la victoria de los talibanes. Algunos trataron de aferrarse a los aviones militares que partían, lo cuál les costó la vida. (Foto: Captura de pantalla de un video publicado por Euronews)

El 26 de agosto, dos explosiones en medio de una densa multitud en el perímetro del aeropuerto de Kabul resultaron en muerte y destrucción. Un afiliado del Estado Islámico en Afganistán, conocido como Estado Islámico Khorasan, o ISIS-K, adjudicó la responsabilidad por el ataque. Murieron 13 militares estadounidenses y los funcionarios locales de salubridad informaron de un saldo de 170 civiles muertos y unos 200 heridos. Los talibanes condenaron los ataques. Se mantiene la amenaza de nuevos ataques de ISIS-K, tanto antes como después de que Estados Unidos abandone el país.

El 29 de agosto, un misil que se cree que fue disparado por un avión no tripulado estadounidense en un ataque de represalia supuestamente dirigido contra el ISIS-K, devastó una parte de un barrio residencial de Kabul, matando a 10 personas, entre ellas siete menores. Zemari Ahmadi, cuyo coche fue incinerado, acababa de volver a casa del trabajo y no tenía nada que ver con el ISIS, según sus familiares y amigos. “El Pentágono reconoció la posibilidad de que civiles afganos hubieran muerto en el ataque con drones, pero sugirió que cualquier muerte de civiles había sido el resultado de la detonación de explosivos en el vehículo que era el objetivo”, el New York Times informó. La familia Zemari refutó esa afirmación. La hija de Ahmadi, Samia, de 21 años, que también perdió a su prometido y a varios hermanos en el bombardeo, dijo: “Estados Unidos nos utilizó para defenderse y ahora ha destruido Afganistán. Quienquiera que haya lanzado esta bomba sobre nuestra familia, que Dios le castigue”, informó el Times.

Los líderes talibanes se han esforzado por presentar una imagen más moderada de su gobierno en formación. Comandantes talibanes afirmaron que darían la bienvenida a otroras opositores y a mujeres en el nuevo gabinete. Anunciaron una amnistía para todos aquellos opositores armados si aceptasen deponer las armas. Los representantes de los talibanes se reunieron con mujeres trabajadoras de la salud y les aseguraron que podrán mantener sus empleos.

No obstante dichas promesas, la zozobra infunde la ciudad capital de Kabul. A las mujeres que trabajaban para la emisora estatal se les dijo que ya no tenían trabajo. Algunas fueron atacadas por salir sin cubrirse lo suficiente. Los combatientes talibanes realizaron registros de casa en casa en la ciudad, y hubo denuncias de palizas y de familiares que se habían llevado. Los informes de represión fuera de la capital fueron más graves. Amnistía Internacional documentó una masacre de hombres de la minoría Hazara, mayoritariamente chiitas, en el pueblo de Mundarakht, que por décadas han sufrido ataques y discriminación a manos de los talibanes.

En este ambiente se produjo una notable muestra de desafío cuando brotaron protestas contra el régimen talibán entre el 17 y el 19 de agosto en Kabul y otras ciudades. El 19 de agosto, Día de la Independencia de Afganistán, los manifestantes tomaron las calles de la capital, incluso cerca del palacio presidencial, por segundo día consecutivo. En una de esas manifestaciones en Kabul, 200 personas se reunieron antes de que los talibanes las dispersaran violentamente.

Después de las protestas en la ciudad sureste de Khost, también el 19 de agosto, los talibanes anunciaron un toque de queda, y varios civiles murieron en Asadabad el mismo día cuando combatientes talibanes dispararon contra personas que ondeaban la bandera nacional en un mitin en esa ciudad oriental, según un testigo citado por Reuters.

Videos que circularon en las redes sociales mostraron a decenas de mujeres protestando en el barrio de Wazir Akbar Khan de Kabul el 17 de agosto, mientras combatientes talibanes las miraban. “Las mujeres afganas existen”, corearon. “Trabajo, educación, participación política” y “Seamos la voz de las mujeres”, decían sus pancartas.

Según un artículo del New York Times del 25 de agosto, una activista llamada Fariha dijo que participó en esas protestas “para mostrarle a los talibanes que son ellos que tienen que cambiar, porque nosotros no lo haremos. No podemos respirar si se nos privan de nuestros derechos a la educación y al trabajo, y si no estamos presentes en la sociedad”, agregó. “Hay mujeres que no han podido ir a Europa o Estados Unidos, se han quedado y están listas para luchar hasta la muerte”, dijo. “Hemos trabajado duro durante 20 años para obtener educación y trabajo. No dejaremos que nadie nos ignore”.

Docenas de mujeres protestan en el barrio de Wazir Akbar Khan de Kabul el 17 de agosto de 2021 al lado de combatientes talibanes (izquierda). Protestas similares tuvieron lugar en otras partes de la capital afgana. Una de las activistas, Fariha, dijo que participó en los mítines “para mostrarles a los talibanes que son ellos que tienen que cambiar, porque nosotros no lo haremos”. (Fotos: captura de pantalla en videos de redes sociales)
Manifestantes tomaron las calles de Kabul el 19 de agosto de 2021, el Día de la Independencia de Afganistán, ondeando la bandera nacional en desafío al gobierno de los talibanes. (Foto: Victor Blue / New York Times)

No es seguro que los talibanes quieran intentar, o puedan volver a imponer, el mismo tipo de gobierno brutal que aplicaron la última vez que estuvieron en el poder. Pero cientos de miles de afganos no están dispuestos a arriesgarse y están tratando de huir del país.

La meta de Estados Unidos “no es ni la construcción de una nación ni la democracia”

El 18 de agosto, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, provocó un alboroto entre los políticos conservadores—e incluso entre algunos liberales—cuando afirmó que el Pentágono posiblemente no tenga la capacidad de evacuar a todo el personal estadounidense que se calcula sigue aún en Afganistán, ni mucho menos para evacuar a las decenas de miles de afganos que fueron empleados de las fuerzas de ocupación estadounidenses.

Estados Unidos “va a evacuar a todos los que posiblemente podamos evacuar físicamente, y llevaremos a cabo este proceso durante todo el tiempo que sea posible”, dijo Austin en una conferencia de prensa en el Pentágono. “No tengo actualmente la capacidad para salir y extender operaciones en Kabul”.

Los medios conservadores estaban furiosos. “Hay que ver a Austin pronunciar esa frase para captar cabalmente su derrotismo en cuanto a un lugar donde nuestro ejército se ha desplazado con cierta impunidad durante dos décadas”, denunció Dan McLaughlin en un artículo de opinión el 19 de agosto en la revista National Review. “Esto es inaceptable. Esto es una traición a América. Esto no es el propósito de nuestro ejército”.

Las críticas, incluso de los sectores liberales, fueron tan rápidas que Biden tuvo que desmentir algunas de las declaraciones de Austin. El presidente dijo a la prensa que las tropas estadounidenses permanecerían el tiempo que fuera necesario para completar la evacuación e incluso incursionarían en Kabul para lograr este objetivo.

El 22 de agosto, Biden dijo que podría extender el plazo a después del 31 de agosto para la retirada completa de las fuerzas estadounidenses y las de sus aliados. Al día siguiente, un portavoz de los talibanes rechazó la demora de la evacuación. El grupo advirtió que habría “consecuencias” si las tropas extranjeras permanecían en Afganistán más allá del fin del mes.

Al final Biden tuvo de retractar. El 24 de agosto rechazó las súplicas de los aliados europeos de Washington de que se extendiera el plazo. “Cuanto antes podamos terminar, mejor”, dijo, “[C]ada día que estemos desplazados es otro día en que sabemos que ISIS-K está buscando agredir al aeropuerto”. Sin embargo, las fuerzas estadounidenses no pudieron salir antes del espantoso ataque del 26 de agosto.

“El abandono de Afganistán y de su gente es trágico, peligroso, innecesario”, escribió Tony Blair en un comentario exculpatorio del 21 de agosto. Blair fue primer ministro del Reino Unido y fue quien le dio a Washington la bendición y el apoyo militar de Londres para la invasión de Afganistán en el 2001.

“A raíz de la decisión de devolver a Afganistán al mismo grupo que engendró la carnicería del 11 de septiembre, y de una manera que parece casi diseñada para hacer alarde de nuestra humillación, la pregunta planteada tanto por aliados como por enemigos es: ¿Ha perdido el Occidente su voluntad estratégica?” preguntó Blair. “El desorden de las últimas semanas debe ser reemplazado por algo parecido a la coherencia, con un plan que sea creíble y realista. Pero después tenemos que dar respuesta a la pregunta general: ¿Cuáles son nuestros intereses estratégicos y estamos preparados todavía para comprometernos a defenderlos?”

Otros portavoces del gran capital fueron más honestos y menos pretenciosos. “El objetivo de Estados Unidos en Afganistán siempre ha sido claro: garantizar que el suelo afgano nunca se vuelva a utilizar para planear ataques contra la patria estadounidense”, dijo Ryan Crocker en un artículo de opinión en el New York Times del 21 de agosto. Crocker es un diplomático de carrera que ha servido a presidentes de ambos partidos. Su papel central en la política de Estados Unidos sobre Afganistán comenzó en serio en el 2002. También desempeñó un papel clave bajo la administración Bush en Irak y Pakistán y fue embajador de Estados Unidos en Afganistán bajo el presidente Barack Obama del 2011 al 2012.

“No se trataba de construir una nación como una meta en sí, o construir una nueva democracia, o incluso un cambio de régimen”, continuó Crocker. “El mensaje de la administración Bush a los talibanes después del 11 de septiembre dejó esto en claro: si entregan el liderazgo de Al Qaeda, los dejaremos en paz. En cambio los talibanes optaron por luchar. Una vez que los talibanes fueron derrotados, nuestra misión fundamental de asegurar que Afganistán nunca más fuera la base de un ataque contra Estados Unidos nunca cambió”.

La prepotencia imperial durante la invasión de 2001

Vale la pena señalar aquí que la administración de George W. Bush obtuvo una aprobación casi unánime para desatar el poderío militar estadounidense en Afganistán y más generalmente. El 14 de septiembre del 2001, tres días después de los ataques de Al Qaeda contra el World Trade Center y el Pentágono, 420 miembros de la Cámara de Representantes le otorgaron al presidente licencia ilimitada para hacer la guerra. El Senado estuvo de acuerdo con un voto de 98 a 0. Sólo una congresista votó en contra, Barbara Lee de California, por lo cual fue atacada como traidora. Esa autorización permanece vigente hasta el día de hoy.

En ese entonces la arrogancia imperial estaba en plena exhibición.

Antes del fin de 2001 “los talibanes fueron completamente derrotados, no tenían demandas más allá de la amnistía”, recordó Barnett Rubin, quien en ese momento trabajaba con el equipo político de la ONU en Afganistán, según un artículo del 23 de agosto en el New York Times. Los líderes talibanes se habían acercado a Hamid Karzai, que pronto se convertiría en presidente de Afganistán, para negociar un acuerdo de rendición.

Pero Washington, confiado en que acabaría con los talibanes para siempre, no estaba de humor para un acuerdo. “Estados Unidos no está dispuesto a negociar rendiciones”, dijo en ese entonces el secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, en una conferencia de prensa. Añadió que Washington no tenía ningún interés en dejar que el líder talibán Mullah Omar viviera el fin de sus días en algún lugar de Afganistán. Lo quería capturado o muerto.

El haber rechazado el intento de los talibanes de negociar en ese entonces fue un error, dijo Carter Malkasian al Times. Malkasian había sido asesor principal del general Joseph Dunford, quien encabezó la Junta de Jefes del Estado Mayor durante partes de las administraciones de Obama y de Trump.

“Pecamos de una exagerada confianza en el 2001, y pensamos que los talibanes se habían ido y no iban a volver”, dijo Malkasian. “También queríamos venganza, por lo que cometimos muchos errores que no deberíamos haber cometido”.

Tropas estadounidenses disparan obuses en la provincia afgana de Kandahar en el 2011. Durante la invasión de 2001 Washington no dudaba en absoluto de que acabaría con los talibanes. Sin embargo, cuando Washington se rehusó a negociar una rendición que habían propuesto los talibanes después de ser derrotados en el 2001, muchos de los combatientes del grupo se infiltraron a Pakistán, reagruparon sus fuerzas y continuaron luchando durante casi 20 años contra la ocupación liderada por Estados Unidos. (Foto: Bar Rattner / Reuters)

Poco más de un año después, Washington traería el mismo aire de confianza —y arrogancia— a su segunda invasión de Irak, abriendo otra guerra que se extendería mucho más allá de todas las predicciones del gobierno de Estados Unidos.

Los combatientes talibanes en retirada terminaron en Pakistán, se reagruparon y continuaron luchando contra la ocupación estadounidense durante casi dos décadas.

La ocupación de Afganistán y los asaltos militares en Irak fueron consecuencia del incesante impulso de Washington por optimizar las ganancias de los capitalistas estadounidenses y extender su dominio en todo el mundo. Su demostración de poderío militar en Afganistán e Irak tenía como objetivo afirmar la supremacía de Estados Unidos contra sus rivales y someter a cualquier gobierno que se interpusieran en su camino.

El resultado de estos ataques militares revela los límites de lo que es capaz la máxima potencia imperialista del mundo de hoy.

Balance de 20 años de ocupación

La guerra de Estados Unidos devastó a los trabajadores en Afganistán. Según el Instituto Watson de Asuntos Internacionales y Públicos de la Universidad Brown, hasta abril de 2021 se estima que más de 71 mil civiles afganos y paquistaníes murieron como resultado directo de la guerra.

Según el Associated Press (AP), las bajas incluyen 66 mil miembros del ejército y de la policía nacionales afganos, 51 mil talibanes y otros combatientes de la oposición, más de 47 mil civiles afganos, casi 6,300 soldados y combatientes contratados estadounidenses, más de 1,100 soldados de la OTAN y otros aliados, 444 trabajadores de asistencia y 72 periodistas.

Destrucción por el ataque aéreo de Estados Unidos contra un hospital de Médicos sin Fronteras en Kunduz, Afganistán, en octubre del 2015. La instalación fue “atacada accidentalmente”, afirmaron las fuerzas de ocupación. La guerra devastó el país, lo que resultó, según algunas estimaciones, en un cuarto de millón de víctimas en Afganistán y las zonas fronterizas del vecino Pakistán. (Foto: Victor Blue / New York Times)

En el 2017, el ejército estadounidense dio rienda suelta a sus reglas de combate para los ataques aéreos en Afganistán, lo que resultó en un aumento masivo del número de víctimas civiles, informó el Instituto Watson. La CIA ha armado y financiado a milicias afganas que han sido implicadas en abusos graves contra los derechos humanos, inclusive torturas y ejecuciones extrajudiciales de civiles. El territorio afgano está contaminado con municiones sin detonar, que matan y hieren a decenas de miles de afganos, especialmente niños, mientras viajan y realizan sus actividades cotidianas.

La guerra ha exacerbado los efectos de la pobreza, la desnutrición, la sanidad deficiente, la falta de acceso a la atención médica y la degradación ambiental en todo Afganistán.

Afganistán, que es tan rico en recursos minerales sin explotar, como fuentes de gas natural, petróleo y algunos de los depósitos de litio más grandes del mundo, sólo obtuvo inversiones insignificantes en su capacidad productiva durante los últimos 20 años. Un memorando del Pentágono del 2010 decía que Afganistán podría convertirse en “la Arabia Saudita del litio”. Pero Washington y sus aliados, por estar tan ocupados con su guerra interminable, hicieron poco por promover el desarrollo industrial, incluso para satisfacer sus propias razones egoístas de saquear la riqueza del suelo ocupado. Asimismo, este es otro ejemplo más de las “oportunidades” perdidas que se escapan de las garras ya cansadas de Washington, para ser aprovechadas por competidores más ágiles. De hecho, uno de los pocos proyectos industriales que dio fruto en el país fue una inversión de $2.8 mil millones de dólares por China en el 2008, que desarrolló la mina de cobre Ainak, una de las más grandes del mundo. Esa inversión resultó en ingresos anuales de $400 millones para el gobierno afgano.

La economía del país sigue fundamentalmente rural y apenas ha cambiado en más de medio siglo. Según el Banco Mundial, hoy el 44% del total de la fuerza laboral está empleada en la agricultura y el 60% de los hogares obtienen parte de sus ingresos de la agricultura.

Campesinos afganos cosechan trigo el 24 de junio de 2010 en las afueras de Kabul. La economía del país se basa principalmente en la agricultura. Las relaciones semifeudales prevalecen en el campo hasta el día de hoy. (Foto: Dusan Vranic / AP)

La propiedad de la tierra y el cultivo están empantanados en relaciones feudales y semifeudales. Caciques locales compiten con sus ejércitos privados y luchan por el dominio de la tierra y otros recursos. Se valen de los mulás conservadores para apuntalar sus feudos y privilegios. “Se calcula que las disputas por la propiedad de la tierra son la causa de más del 70% de todos los delitos graves (asesinatos y delitos violentos) en Afganistán”, según un informe de 2014 de la Unidad del Estado de Derecho de la Misión de Asistencia de la ONU en Afganistán (UNAMA).

El ingreso anual típico per cápita en Afganistán es de alrededor de $ 1,000 dólares al año, mientras que el 55% de la población vive por debajo del nivel oficial de pobreza con ingresos bajos o nulos en un país donde no existen programas sociales de asistencia gubernamental.

“Las instituciones y los derechos de propiedad débiles y mal definidos estorban la participación financiera y el acceso a la financiación, y el crédito al sector privado equivale a sólo el tres por ciento del PIB”, reza un informe del Banco Mundial del 30 de marzo de 2021. “La economía ilícita representa una parte significativa de la producción, las exportaciones, el empleo, e incluye la producción de opio, el contrabando y la minería ilegal”.

El mismo informe dice que el 75% del egreso público proviene de “subvenciones”, es decir, infusiones de efectivo del Fondo Monetario Internacional y otras instituciones financieras imperialistas. Según relatos oficiales, alrededor de un tercio de estas “subvenciones” han ido a parar a los bolsillos de funcionarios corruptos.

Incluso ciertos logros sociales, como la mejora en tasas de alfabetización, especialmente para mujeres y niñas, tan promocionados por los políticos estadounidenses como uno de sus logros en Afganistán, han sido limitados. Según la UNESCO, la tasa de alfabetización en Afganistán aumentó al 43% el año pasado de aproximadamente un 20% en 1979. Aun suponiendo que esas cifras oficiales no fueron maquilladas, esto significa que la mayoría de la población del país, el 57%, no puede leer ni escribir hasta el día de hoy. El analfabetismo entre las mujeres sigue siendo del 70%, una tasa enorme.

Es innegable que Washington ha dejado fundamentalmente intactas las condiciones económicas y las relaciones sociales de Afganistán, que en algunos casos son aún peores que en el 2001, a la vez que sufrió un rotundo fracaso en cuanto a su objetivo de garantizar que el país no pudiera ser utilizado en el futuro como base para ataques contra los intereses de Estados Unidos.


NOTAS FINAL

[1] El imperialismo es la etapa monopólica del capitalismo. Se hizo predominante en los albores del siglo XX. El dirigente bolchevique V.I. Lenin dio a este sistema económico la definición más acertada en su famosa obra, El imperialismo, fase superior del capitalismo, escrita en 1916. El imperialismo se define por cinco rasgos fundamentales, decía Lenin: “1) La concentración de la producción y del capital llevada hasta un grado tan elevado de desarrollo, que ha creado los monopolios, los cuales desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) la fusión del capital bancario con el industrial y la creación, sobre la base de este ‘capital financiero’, de la oligarquía financiera; 3) la exportación de capitales, a diferencia de la exportación de mercancías, adquiere una importancia particularmente grande; 4) la formación de asociaciones internacionales monopolistas de capitalistas, las cuales se reparten el mundo, y 5) la finalización del reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más importantes”.

En el segundo congreso de la Internacional Comunista, en julio de 1920, un informe sobre el trabajo de la Comisión de las Cuestiones Nacionales y Coloniales resumió el desarrollo ulterior del imperialismo de esta manera: “El rasgo distintivo del imperialismo consiste en que actualmente, como podemos ver, el mundo se halla dividido, por un lado, en un gran número de naciones oprimidas y, por otro, en un número insignificante de naciones opresoras, que disponen de riquezas colosales y de poderosa fuerza militar. La enorme mayoría de la población del globo… pertenece a las naciones oprimidas… Esta idea de la diferenciación, de la división de las naciones en opresoras y oprimidas preside todas las tesis…”

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